04-05-2018 MUDOS TESTIGOS DE UN PASADO INDUSTRIAL
Mudos testigos de un pasado industrial
Muy pocos
ciudadanos mencionan todavía el nombre de la Resinera, aludiendo a las
instalaciones que existieron al final de la calle Antonio Maura, junto al
cauce, entonces muy activo, del río Moscas. Los seres humanos, cuando quieren,
saber ser desmemoriados, de la misma manera que, en sentido contrario, se
empeñan en mantener vigentes títulos, símbolos y alusiones necesitadas de ser
borradas.
Ahora se
vuelve a hablar de la conveniencia de reactivar el proceso resinero que durante
al menos la primera mitad de este siglo (y algo más, porque yo mismo hice
varios reportajes sobre esta actividad al comienzo de mi carrera periodística)
fue uno de los soportes básicos de la economía forestal, dando trabajo a
cientos de personas y dinero a no pocos empresarios vinculados a tal
producción. Recordemos, aunque sea algo anecdótico, pero ciertamente
importante, que a eso se dedicaba el ingeniero Enrique O’Kelly cuando, desde
las instalaciones resineras de Pajaroncillo, salió un día a cabalgar monte
adentro y se topó con las pinturas rupestres de Villar del Humo, hace ahora
justamente un siglo.
En Cuenca,
la Resinera quedó simbolizada en las importantes instalaciones existentes en el
paraje que ahora, desmontado y desmochado, sirve para situar el recinto ferial,
el mercadillo semanal y el inútil Bosque de Acero. De aquel pasado industrial,
potente y prometedor, perviven, gracias a la protección oficial, un par de las
orgullosas chimeneas que prestaron servicio al proceso de transformación de la
resina, una sustancia orgánica que se extrae del pino, donde actúa como una
especie de corriente sanguínea interna que, en contacto con el aire, se
solidifica y adquiere una consistencia pastosa y transparente, útil para ser
utilizada en la obtención de trementina, aguarrás y colofonia, con derivados
que se utilizan en la fabricación de barnices, pinturas y colonias. Esa es,
claro, la resina natural, desgraciadamente sustituida, como tantas otras cosas,
por la resina artificial, en un proceso que ahora se quiere reinvertir, no se
si con posibilidades ciertas.
No hace falta decir que en la
Serranía de Cuenca se extienden abundantes pinares, con millones de ejemplares,
por lo que fue uno de los territorios preferidos por la empresa La Unión
Resinera Española, fundada en 1898 en Bilbao, con un capital de cinco millones
y medio de pesetas, que suscribieron diversos empresarios, entre ellos algunos
castellanos. Cuentan las crónicas que la compañía desarrolló una política
agresiva y expansiva, hasta llegar a formar un auténtico monopolio, tal era su
poderío, equipada con modernas instalaciones, una de ellas, la de Cuenca. En su
ayuda llegó, aunque sea triste -y duro- decirlo, la I guerra mundial, que
sirvió para, al término del conflicto, iniciar otro periodo aún más expansivo
que el anterior, lo que se traducía, además, en cientos de puestos de trabajo y
una actividad fabril incesante.
Quienes tenemos alguna edad hemos
llegado a conocer las instalaciones de la Resinera, ya en su etapa de
decadencia, cuando el material fue siendo sustituido por otras invenciones. De
aquel tiempo en que Cuenca llegó a ser una ciudad industrial sobrevive, gracias
a la protección marcada por las leyes, un par de chimeneas que dibujan sobre el
cielo azulado un insólito relato, mudo, como formando parte del paisaje, como
si fueran un árbol más. Esas últimas chimeneas de Cuenca, altas, enhiestas,
silenciosas, de las que no brota humo alguno, son imágenes insólitas y a la vez
muy expresivas. No molestan, no gritan, no protestan por los grafittis que
pintan en sus ladrillos. Sencillamente nos hablan del pasado, con su inevitable
toque de melancólica añoranza.
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