26-05-2018 EL DISCRETO ENCANTO DE LAS CARRETERAS SECUNDARIAS




                Una de las muchísimas características definitorias del tiempo que nos ha tocado vivir es la que nos impulsa a sentir constantemente la necesidad de hacerlo todo, o conseguirlo, cuanto antes, todo lo deprisa que sea posible, a la máxima velocidad. Es una exigencia permanente, que tiene su más clara expresión en cosas como los viajes, sean aéreos o por medio del AVE, pero también en el manejo cotidiano de los adminículos que se han incorporado ya de manera inevitable a nuestra cotidianeidad. Pedir al ordenador o al móvil una consulta cualquiera nos desespera si la pantalla tarda más de tres segundos en contestar. El teléfono empieza a sonar y antes de que tengamos tiempo de contestar a la llamada ya se está anulando. De los múltiples ejemplos que podría citar, sólo hay uno que me parece justificado: la desesperación que nos produce el infinito tiempo de espera que hay que soportar antes de que llegue el autobús urbano de Cuenca, cuyo detestable funcionamiento ha caído sobre nosotros como un castigo bíblico.
                Tenemos prisa, mucha prisa. Queremos las cosas aquí y ahora, ya. Eso, traducido a la práctica viajera, considerada una actividad placentera desde que se puso de moda ya en los albores del siglo XVIII y se perfeccionó en el XIX, ha venido a traer consigo un notable deterioro de viejas y sosegadas costumbres, no sustituidas por otras de similar encanto. Los ya citados aviones y trenes de alta velocidad, junto con las autovías, han sustituido el placer derivado del conocimiento de lugares, fundamento primero del turismo por otro que sitúa los puntos de interés sólo en sitios muy concretos, dejando de lado los intermedios, los situados en el trayecto donde ya no hay parada ni fonda y más lejos todavía quedan los que ni siquiera están en esa línea, sino sólo son leves referencias próximas.
                No estoy seguro de que la actual obsesión por las prisas y la velocidad vaya a cambiar en un futuro relativamente próximo. Más bien hay que temer que ese criterio  continuará acentuándose, pero tal convencimiento interior no impide que reivindique aquí el placer de viajar, sin prisas, con calma, mirando el paisaje, parando en los pueblos para tomar un café, dar un paseo por la plaza o entrar a ver cómo es la iglesia del lugar, por lo común su único monumento. Si en muchas tribunas de opinión se ensalza, con similares motivos, la comida auténtica no enlatada ni prefabricada, los productos naturales o las bebidas que respondan a severos cánones de calidad, con los mismos motivos debemos buscar el modo de viajar en busca del conocimiento de las cosas que nos salen al paso y que quedan inadvertidas en esos trayectos que solo tienen principio y fin, sin etapas intermedias.
                Me gusta viajar por las pequeñas carreteras que apenas si son una tímida línea en el mapa. Suelen tener un solo carril en cada dirección, posiblemente sin arcenes laterales y, con alguna frecuencia, en un no muy saludable estado de conservación. El firme es estrecho, la vegetación está al borde mismo del asfalto y los campos cultivados parecen envolver al vehículo. Puede suceder fácilmente que ninguno otro se cruce en el camino. Hasta que en cualquier recodo, o quizá al final de una recta dilatada, aparece un pequeño pueblo que invita a parar unos minutos, dar un paseo, decir “buenos días” o “buenas tardes” a las pocas personas que se cruzan, beber quizá en la antigua fuente abrevadero, intentar ver la iglesia, contemplar alguna casona antigua que sobrevive a los efectos de la modernidad y sentir el sosegado paso de un tiempo sin prisas.


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